El Siervo de Jahvé
Con gran confianza esperé en el Señor: y mi grito escuchó y se inclinó hacia mí.
Me sacó de la fosa mortal, del fango cenagoso.
Asentó mis pies sobre la roca, consolidó mis pasos.
Puso en mi boca un canto nuevo, un himno a nuestro Dios.
Dichoso el hombre que ha puesto en Jahvé su confianza.
Dios mío, ¡cuán abundantes y maravillosos son tus designios para con nosotros!
Sacrificios y oblaciones no quisiste, pero me has formado un cuerpo y me abriste el oído. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradan. Entonces yo dije: “Heme aquí que vengo, pues de mi está escrito en el libro, para hacer, Oh Dios, tu voluntad”
(Salmo 40)
Querido amigo, Cristo, sufriendo mucho, aprendió a obedecer, nos viene a decir la carta a los Hebreos 5,7-10, en el siguiente texto:
“El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal, ruegos y súplicas, con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aún siendo Hijo, con lo que padeció, experimentó la obediencia y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote”.
Es decir, Jesucristo tuvo que hacer su peregrinar, sobre todo, en la obediencia a su misión; y llegar así a la perfección.
Jesús va descubriendo, a través de los cuatro cánticos del Siervo de Yahvé, reflejados por el profeta Isaías (Cap. 42,1-9/49,1-6/50,4-9 y 53), quién es y cuál es su misión. Así pues, la Cruz no es la consecuencia de su misión sino parte fundamental de su misión. Es la obediencia a la misión de Dios.
Por lo tanto, querido amigo hay que descubrir y esforzarse en cumplir la misión asignada, si queremos seguir a nuestro Señor Jesucristo y probablemente no exenta de dificultades y dolor.
Sin embargo, no hacemos solos ese camino, Cristo seguirá sufriendo en nosotros hasta que hayamos sido redimidos totalmente. Pero su mayor dolor no lo producen nuestros pecados, sino nuestra resistencia interior que se opone a la redención.
Hay una trampa, muy involucrada con nuestro ego, que es el mayor enemigo que tenemos: queremos darle todo lo mejor de nosotros, porque queremos convertirnos en hombres buenos, pero olvidamos ofrecerle también lo malo que hay en nosotros; ya que aún no estamos totalmente purificados. Estamos en la cuesta ascendente del camino.
Querido amigo, Jesucristo te pide también tus faltas y pecados para que las padezcas a través de Él y con Él.
La redención no está concluida. Cristo está constantemente renovando su humanidad en nosotros, para que seamos otro Cristo en el mundo.
¿Estás dispuesto a abrirte a Cristo, hasta tal punto que su misericordia pueda fluir a través de ti? ¿Estás dispuesto a que su fuerza salvadora y redentora pueda ser derramada a través de ti, hacia los demás?
Esto sólo puede ocurrir en la medida que dejes de aferrarte a ti mismo, hasta vaciarte totalmente, hasta negarte completamente. Es la primera condición.
La segunda condición es que ante Dios, te quedes tan despojado e indefenso, que tus faltas y pecados puedan brotar, sin justificación alguna, para depositarlas en Cristo que las toma y las redime.
Así pues, ríndete ante Dios que te mira desde la misericordia como un Padre que ama intensamente a su hijo y con toda confianza, deja que lo irredento brote, salga, sin defenderte ni justificarte; y entonces Cristo lo acogerá en su seno y lo redimirá.
De esta manera te conviertes en una persona traslucida, redimida y por tanto instrumento de Dios, otro Cristo en el mundo que redima.
¿Qué es lo que debemos padecer? El pecado que está oculto en las zonas más oscuras de nuestro ser, es lo que debe ser redimido y particularmente el pecado original. Y esto no está exento de dolor.
Haz silencio y recógete en la quietud de una oración humilde y silenciosa, pues probablemente es ahí cuando va a aflorar lo que está irredento y pugna por salir a tu conciencia. No lo reprimas, permítele salir, pues esto es lo que debes padecer y humildemente depositar en las manos de Cristo para que lo redima; y así brote en ti el verdadero Amor de Dios. Puede brotar en forma dolorosa: como aridez, no sentir sensiblemente la presencia de Dios, noche oscura, absurdo por estar sin ver ni sentir devoción alguna… ¡Ese es el camino doloroso! No huyas, permanece humildemente rendido a sus pies.
Reza despacio la siguiente oración:
Señor, en tu sabiduría permitiste para mí las pruebas y los dolores; de corazón abandonado, acepto la suerte que me tocó, sabiendo que Tú eres mi Padre bueno que nada olvida, y que los actos de tu providencia, sólo miran el bien de tus hijos.
Te doy gracias, oh mi Señor, por mi pobreza, como si me hubieras colmado de riquezas, porque sé que no es un destino ciego el que distribuye los bienes de la tierra, sino que eres Tú quien establece la misión de cada una de tus criaturas, según tus designios.
¿Acaso no eres Tú el Padre de los pequeños, como de los grandes?
¿De los pobres como de los ricos?
Padre querido, soy todo tuyo. Recíbeme y hazme capaz de glorificarte ahora, con todo lo que digo, con todo lo que hago y con todo lo que tengo. Amén
(“Mi Dios” Padre Ignacio Larrañaga – EED-1976)
Termina escuchando este himno a Cristo Jesús de la carta a los Filipenses 2,6-11
Cristo Jesús siendo de condición divina,
No hizo alarde de ser igual a Dios:
Sino que se vació a sí mismo
Tomando condición de siervo,
Haciéndose semejante a los hombres,
Viviendo entre los hombres.
Y se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz.
Por lo cual Dios lo ensalzó y le otorgó el Nombre
Que está sobre todo nombre.
Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
En los cielos y en la tierra y en los abismos,
Toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR
Para gloria de Dios Padre.