“Agranda la puerta, Padre,
porque no puedo pasar.
La hiciste para los niños,
yo he crecido a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta,
achícame por piedad.
Vuélveme a la edad aquélla
que vivir era soñar.” (1)
Salvarse, según Jesús, es hacerse progresivamente niño. Para la sabiduría del mundo, esto es algo completamente extraño porque establece una inversión de valores y juicios. En la vida humana, según las ciencias psicológicas, el secreto de la madurez (salvación) está en alejarse progresivamente de la unidad materna y de cualquier clase de simbiosis, hasta llegar a una completa independencia y en mantenerse en pie sin apoyo alguno.
En cambio, en el programa de Jesús, dentro de una verdadera inversión copernicana, la salvación consiste en hacerse cada vez más dependiente, en no mantenerse en pie sino apoyado en el Otro, en no obrar por propia iniciativa sino por iniciativa del Otro y en un avanzar progresivamente hasta una identificación casi simbiótica, hasta —si cabe— dejar de ser uno mismo y ser uno con Dios porque el amor es unificante e identificante; en una palabra, vivir de su vida y de su espíritu. Esta dependencia, por supuesto, es la suprema libertad, como pronto se verá.
“Permanecer niño es reconocer su propia nada, esperarlo
todo de Dios como un niño espera todo de su padre; no inquietarse
por nada, no pretender fortuna…
Ser pequeño significa no atribuirse a sí mismo las virtudes
que se practican, creyéndose capaz de algo, sino reconocer
que Dios pone ese tesoro de la virtud en la mano del niño; pero
es siempre tesoro de Dios”(2).
Nos hallamos en el centro mismo de la Revelación traída por Jesús, la revelación del Padre Dios (Abbá). El Reino se entregará solamente a los que confían, a los que esperan, a los que se abandonan en las manos fuertes del Padre. Todo-es-Gracia. Pura Gratuidad. Todo se recibe. Para recibir, hay que abandonarse. Sólo se abandonan los que se sienten “poca cosa”. Es necesario hacerse pequeñito, niño, “menor”.
De por sí, el niño no es fuerte ni virtuoso ni seguro. Pero es como el girasol que todas las mañanas se abre al sol; de allá espera todo, de allá recibe todo: calor, luz, fuerza, vida…
Hacerse niño, vivir la experiencia del Abbá (querido Papá) no sólo en la oración sino sobre todo en las eventualidades de la vida, viviendo confiadamente abandonados a lo que disponga el Padre, todo eso parece cosa simple y fácil. Pero en realidad se trata de la transformación más fantástica, de una verdadera revolución en el viejo castillo amasado de autosuficiencia, egocentrismo y locuras de grandezas.
Pero una vez que, abandonándonos, nos hemos colocado en la órbita de Dios, entonces caducan todas las fronteras y participamos de la potencia infinita del Padre amado, de su eternidad e inmensidad.
Extractado del libro “Muéstrame tu Rostro” de P. Ignacio Larrañaga.
(1) Miguel de Unamuno
(2) Santa Teresita de Lisieux Obras Completas 1405