Los mismos muros que separan a los hermanos entre sí son también los muros de interferencia entre el alma y Dios. Cuando Dios levanta la mirada sobre nosotros, el primer territorio en que nos sentimos desafiados, es en el de nuestra relación con los demás.
La armonía de nuestras relaciones con los demás está entretejida con una constelación de exigencias fraternas como respetar, comunicarse, dialogar, acoger, aceptar… Pero hay una condición primera e imprescindible: perdonar. Urgentemente necesitamos la paz. Sólo en la paz se consuma el encuentro con Dios. Y sólo por el perdón viene la paz.
Cuando hablamos de aceptar a los demás lo entendemos en el sentido de perdonar. Perdonar es abandonar el resentimiento contra una persona. Con el acto de abandono se deposita en las manos del Padre la resistencia al otro y me deposito también a mí mismo en un unico acto de adoración, en el que y por el que todos somos uno.
Perdonar es pues extinguir los sentimientos de hostilidad como quien apaga una llama, como un homenaje de amor oblativo al Padre.
Existe un perdón de voluntad. Uno quiere perdonar. Querría arrancar del corazón toda hostilidad y no sentir ninguna malevolencia. Se perdona sinceramente pero se trata del caso de los que dicen: perdono pero no puedo olvidar. Este perdón es suficiente para aproximarse a los sacramentos, pero no cura la herida.
El perdón emocional sí sana las heridas porque no depende de la voluntad. Una de las formas de llegar a perdonar emocionalmente es en estado de oración con Jesus. Evocar, por la fe la presencia de Jesus y luego el recuerdo del hermano “enemistado”. Imaginar cómo desaparece la oscuridad en presencia de la luz. Sentir cómo ante la presencia de Jesus los rencores se esfuman. Sentir la paz en tu alma. Imagina cómo te aproximas a tu “enemigo” para abrazarlo.
Normalmente después que haya pasado ese momento de intimidad con Jesus, lo probable es que vuelvas a sentir aversión contra aquel hermano, aunque menos intensa. No olvides que cualquier herida necesita muchas sesiones para sanar por completo.
Puede suceder también otra cosa. Has perdonado. El rencor, al parecer, se apagó por completo. De repente, sin embargo, después de mucho tiempo, al amanecer una mañana cualquiera, no se sabe cómo ni por qué, vuelve todo: de nuevo se levantan, altas y vivas, las llamas de la malevolencia.
No te asustes ni te impacientes. Vuelve a repetir actos de perdón en la intimidad con Jesus y, lentamente, acabarán curando completamente tus llagas, y la paz, como sombra bendita, llenará tu alma.
Extractado del libro Muéstrame tu Rostro de P Ignacio Larrañaga