Hay muchas maneras de salir al encuentro; se puede salir al encuentro del amigo, del enemigo, de la muerte. El marinero sale al encuentro del mar. Nicodemo salió de noche el encuentro del Maestro. El Salmista, también de noche, sale al encuentro del Amado.
Jesús, en Getsemaní, de noche también, salió al encuentro de Judas y de la cohorte. Nos dice el evangelio que “un gran gentío, habiendo oído que Jesús venía a Jerusalén, tomaron ramas y palmas y salieron a su encuentro”.
Se muy bien, Señor, que desde que llegaste a este mundo, eres la meta a donde van a parar los pasos y los hijos de los hombres. Eres el término inevitable porque Tú cierras mis pasos, y, como el día acaba en la noche, yo acabaré en Ti.
Nací y fui lanzado hacia Ti con todo el peso de mi ser y con toda la fuerza de tu gracia. No sé con qué rostro te encontraré, bajo que apariencias.
Pero en este momento estamos cara cara Tú y yo. Y sobre mis ojos que se entreabren, siento tu mirada dulce y poderosa, y la suerte de mi vida puede jugarse en este mismo momento, porque si yo salgo a tu encuentro, también tú sales a mi encuentro; mas no como soberano triunfal ni como un amo de ceño duro que impone a cada uno el trabajo a cumplir y exige los intereses, y quiere cosechar donde no ha sembrado.
No; el que viene a mí no es el amo a quien se sirve, ni el rey a quien se honra. Es Cristo en el pleno ejercicio de su labor infinita de Redentor, un Redentor que pide calladamente una colaboración, el sacrificio de amor. Un Redentor que sufre y se fatiga, y que vuelve a comenzar cada día su trabajo inconcluso.
Es Jesús el que está hablando y pidiendo un esfuerzo. No me está prometiendo el triunfo final porque no existe nada acabado, y la tarea es inmensa y perpetuamente abierta.
Hay que vivir en la fe, sin salario, sin ver el resplandor de las victorias.
Jesús se ha encargado de infundirnos el deseo en el camino de la vida. Es inútil el querer eludir la respuesta; más inútil todavía pasar a su lado como quien no ha oído nada. Hay que responder deliberadamente: estoy dispuesto a seguirte por todas partes y por siempre.
Para llegar a su encuentro primeramente hay que “salirse”; es decir, desprenderse y dejar de lado actividades, tareas, estudios… Después hay que soltar tensiones, nervios, silenciar clamores, quedarse quieto, sosegado… Y entrar en el mundo de la fe.
Existe el asunto del interlocutor. Hay quienes por su psicología o hábitos de oración se comunican admirablemente con Jesús. Otros entran fácilmente en intimidad con el Padre. Otros entran en la presencia del “Sencillamente Dios”, que no tiene forma ni figura ni localidad. No está dentro de mí; es inmanente a mí. No está fuera de mí; es trascendente a mí. En realidad, no hay que salir “a su encuentro” sino simplemente instalarse en Él, que me envuelve, me compenetra, me ama. Estoy en Él, con Él, para Él.
Cada mañana llevaré a su encuentro presentes y regalos: muchas respuestas del día anterior a la pregunta “¿qué haría Jesús en mi lugar?”, superaciones y vencimientos, actos de infinita paciencia, dulzura del rostro de Jesús, muchos silencios….
Allí concretaré los momentos del día donde me esforzaré por ser fotografía viviente de Jesús. Sé con cuáles personas me encontraré en este día, y sé cuáles de ellas me “caen mal”, las que afrontaré con la dulzura de Jesús.
Tomado de las “Cartas Circulares” del Padre Ignacio Larrañaga, OFM