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Miles de personas en el mundo han recuperado la alegría y el encanto de la vida.

Talleres de Oración y Vida

Padre Ignacio Larrañaga

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La Madre

María era más que la Madre de Jesús. Era también la madre de Juan. Y, era también – ¿por qué no? – la madre de todos los discípulos, e, inclusive, de todos los que acreditaban en el nombre de Jesús. ¿No fue ése el encargo que ella recibió de los labios del Redentor moribundo? Entonces, era, simplemente, la Madre, a secas, sin especificación adicional.

Jesús, mediante una pedagogía desconcertante y dolorosa, fue conduciendo a María, desde una maternidad meramente humana, a una maternidad en fe y espíritu. María había dado a luz a Jesús en Belén, según la carne. Ahora que llegaba el nacimiento de Jesús según el Espíritu – Pentecostés -, el Señor precisaba de una madre en el espíritu.

Y así, Jesús fue preparando a María, a través de una transformación evolutiva, para esa función espiritual. Debido a eso, Jesús aparece muchas veces, en el Evangelio como subestimando la maternidad meramente humana. Y llegado Pentecostés, María ya estaba preparada, ya era la Madre en el Espíritu, y aparece presidiendo y dando a luz aquella primera célula de los Doce que habrían de constituir el Cuerpo de la Iglesia.

María, según aparece en los Evangelios, nunca fue una mujer pasiva o alienada. Ella cuestionó la proposición del ángel (Lc 1, 34). Por sí misma tomó la iniciativa y se fue rápidamente, cruzando montañas para ayudar a Isabel en los últimos meses de gestación, y en los días del parto (Lc 2,7). ¿Qué vale, para ese momento, la compañía de un varón?

Cuando se perdió el niño, la Madre no quedó parada y cruzada de brazos. Tomó rápidamente la primera caravana, subió a Jerusalén, distante 150 kilómetros, recorrió y removió cielo y tierra, durante tres días, buscándolo (Lc 2,46). En las bodas de Caná, mientras todo el mundo se divertía, solo ella estaba atenta. Se dio cuenta de que faltaba vino. Tomó la iniciativa y, sin molestar a nadie, ella misma quiso solucionarlo todo, delicadamente. Y consiguió la solución.

En un momento determinado, cuando decían que la salud de Jesús o era buena, ella misma tomó la iniciativa y se presentó en la casa de Cafarnaúm para llevárselo, o por lo menos, para cuidarlo (Mc 3, 21). En el Calvario, cuando ya todo estaba consumado y no había nada que hacer, entonces sí, ella quedó quieta, en silencio (Jn 19, 25).

Allá en Belén, en Egipto, en Nazaret, Jesús no era nada sin su Madre. Le enseñó a comer, a andar, a hablar. María hizo otro tanto con la Iglesia naciente. Siempre estaba detrás del escenario. María convocaba, animaba y mantenía en oración al grupo de los comprometidos con Jesús.

Cuántas veces habría pasado por las comunidades reiterándoles: recuerden de qué manera Él les repitió: ¡ámense! Recuerden que esa fue su última voluntad. Cumplan lo que Él les mandó. ¡Ámense!

Tomado del libro “El silencio de María” de Fr. Ignacio Larrañaga. OFM