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Miles de personas en el mundo han recuperado la alegría y el encanto de la vida.

Talleres de Oración y Vida

Padre Ignacio Larrañaga

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Padre Ignacio Larrañaga

Desolación

El crucificado iba sumergiéndose en las vastas soledades de la agonía, y en su entorno comenzó de improviso a declinar la luz solar, y las tinieblas comenzaron a extenderse sobre la faz de la tierra (Mt 27,45). En medio de esta oscuridad cósmica, el Pobre de Dios fue sumergiéndose en otra tiniebla interior, densa y desolada, en cuyas corrientes se sentía ahogar.

Debido a su posición corporal en la cruz, ningún músculo descansaba. Y así al dolor físico se agregaba una indecible fatiga muscular. Iba perdiendo incesantemente la exigua capacidad de resistencia que le quedaba, y las últimas gotas de sangre. A fuerza de sufrir, la capacidad de sufrimiento de Jesús se fue embotando cada vez más, entrando en un oscuro enervamiento general, los ojos se le llenaron de niebla y, a causa de la altísima fiebre, su mente comenzó a entrar en una nube confusa.

Hundido en este tenebroso océano, el Pobre de Dios fue entrando en la noche más desolada de su vida: —Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Qué fue? ¿Desconcierto ante el silencio de Dios? ¿Una repentina noche oscura del espíritu?

La desolación extendió sus alas grises de un extremo a otro del páramo infinito. Como aves de rapiña, la ausencia, el vacío, la confusión, el silencio, la oscuridad se abatieron sobre el alma de Jesús: ¿Por qué me has abandonado?

¿Sería su muerte una desautorización pública y solemne por parte del Padre de la vida y obra de Jesús? ¿También el Padre se habría sentado a la puerta para ver pasar al condenado? ¿Habría desaparecido Dios, tornándose en distancia sideral, vacío cósmico, vapor de agua? ¿Por qué me has abandonado?

El Pobre de Nazaret, más pobre ahora que nunca, flotaba sobre los abismos infinitos como un náufrago solitario. ¿A dónde agarrarse? Nada bajo sus pies, nada sobre su cabeza. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Era el silencio de Dios que había caído sobre su alma con la presión de mil atmósferas.

Sin embargo, la crisis que Jesús había vivido hasta ese momento no era sino una sensación. Pero una cosa es sentir y otra saber; una cosa es la emoción y otra la certeza. La sensación es engañosa, la certeza es infalible.

La conciencia de su identidad emergió desde las brumas oscuras, y poco a poco fue tomando posesión completa de la esfera vital del Pobre de Nazaret; y en su alma se libró la última batalla, la del saber contra el sentir. Nunca estuvo Jesús tan magnífico como en este último momento de su vida.

Fue como si dijera: —Padre mío, acabo de atravesar por las corrientes del desconcierto. Vengo saliendo de las olas confusas, desde tenebrosos precipicios. Me destrozaron la flor de la certeza y me dieron a beber un vino amargo, un vino inebriante. He esparcido mis clamores a los vientos del desierto, y estoy saliendo de un reino desolado, cuyos únicos moradores son las serpientes.

Pero todo pasó, Padre mío. La batalla llegó a su término, el drama está consumado. La pesadilla que acabo de sufrir no ha sido más que una horrible sensación. Pero lo que importa no es sentir, sino saber. Y ahora una dichosa certidumbre ha comenzado a inundar de alegría mi yo último. Como contraste, y contra todos los espejismos y sensaciones, en el centro de mi alma se levanta la certeza como una espada recta y brillante: Yo sé, Padre mío, yo sé que estás aquí, ahora, conmigo. Y «en tus manos entrego mi vida» (Lc 23,46).

Tomado del libro: “El pobre de Nazaret” capitulo VIII, apartado: “En las aguas profundas” de padre Ignacio Larrañaga.