Me impresiona fuertemente la frecuencia y tranquilidad con que se afirma hoy que Francisco llegó a Dios mediante el hombre, los pobres. Hoy día están de moda esas afirmaciones, pero nada más contrario al proceso histórico de su vida y a las palabras mismas de San Francisco.
Si uno analiza cuidadosamente los textos de todos los biógrafos contemporáneos, y los confronta con una mirada sincrónica, queda a la vista que la sensibilidad extraordinaria de Francisco para con los pobres provino a raíz del cultivo del trato personal con el Señor, si bien en su naturaleza había de antemano una inclinación innata hacia las causas nobles.
Así, siempre que algún pobre le pedía limosna hallándose fuera de casa le socorría con dinero, si podía. Si no llevaba dinero, le daba siquiera la gorra o el cinto para que no se marchara con las manos vacías.
Así, pues, el hijo de doña Pica siempre había sido desprendido y generoso. Bien lo sabían aquellos mozos desenvueltos que habían banqueteado con harta frecuencia a costa del bolsillo bien surtido del hijo del comerciante en telas.
Pero ahora era diferente. Le habían surgido a Francisco, no se sabía de dónde, todas las entrañas de misericordia. En cada limosna depositaba toda su ternura. Al entregar una moneda, gustoso habría entregado también el corazón y un beso.
Era Jesús. Jesús mismo había vuelto al mundo y vestía como los mendigos. En el pórtico de San Rufino encontraba a Jesús con la mano tendida bajo el arco redondo. Por el camino solitario, arrastrando los pies, venía Jesús. Era Jesús el que dormía bajo el puente del río, tiritando de frío. Desde los abismos arcanos de cada pordiosero emergía Jesús alargando la mano y mendigando un poco de cariño. Sí, los mendigos tenían el estómago vacío, pero su corazón —y eso era lo más grave— tenía frío y buscaba calor.
Por eso el limosnero de Asís se aproximaba a cada uno de ellos, aprendía sus nombres, los llamaba por su nombre, les pedía que le contaran algo de su vida, les preguntaba por sus esperanzas, se interesaba por su salud.
Salía caminando por entre cipreses y castaños hacia el bosque o la gruta. Se encontraba con el primer mendigo y le entregaba el dinero que llevaba en el bolsillo. Seguía caminando. En otro recodo se encontraba con un segundo vagabundo y le regalaba el sombrero o el cinto.
Pasaba largas horas en la caverna oscura, iluminada por el resplandor de su fuego interior. Hablaba con Dios como un amigo habla con otro amigo. Salía de aquellas concavidades encendido como un tizón, radiante de alegría, y emprendía el regreso hacia su casa.
Si durante el regreso se encontraba con un tercer pordiosero, podía suceder una cosa insólita. Como se había prometido a sí mismo no dejar de dar algo a quien se lo pidiera por amor de Dios, y como ya se había quedado sin nada, tomaba de la mano al pordiosero, se iban los dos recatadamente tras un matorral. Francisco se quitaba la camisa y, con infinita delicadeza, suplicaba al mendigo que se la aceptase por amor de Dios.
Más de una vez regresó Francisco semidesnudo a su casa. Doña Pica disimulaba, haciendo como que no se daba cuenta. En el fondo le agradaban aquellas santas excentricidades, porque así parecían cumplirse sus intuiciones sobre los altos y misteriosos destinos de aquel su hijo
Tomado el libro” El pobre de Asís” capitulo l: “Amanece la libertad “subtítulo: Entrañas dé Misericordia de padre Ignacio Larrañaga.