Los vestigios de la creación, las oraciones vocales, inclusive las reflexiones comunitarias nos pueden hacer presente a Aquel que busca nuestra alma, pero nos lo hacen presente de una manera pálida y tamizada. La fuente viva y copiosa está lejos.
El alma puede saciar su sed en las aguas del torrente, pero el manantial de esas aguas está allá arriba, en el glaciar de las nieves eternas. Las aguas del torrente no alcanzan a saciar las aspiraciones últimas de la soledad humana.
El alma, en cuanto sorbe un vaso de esas aguas, al no quedar saciada, suspira por la fuente misma, por el glaciar, por él mismo y no por sus vestigios ni por sus fotografías
No quieras enviarme
de hoy más mensajeros
que no saben decirme lo que quiero (San Juan de la Cruz)
El alma no se conforma con los vestigios de la creación ni quiere intermediarios.
Busca otra cosa.
No se conforma con las aguas frescas que bajan saltando por las quebradas.
Busca el manantial mismo.
Aspira a la posesión misma de la Presencia.
Quiere la relación inefable y personal yo-tú, aquella comunicación identificante de presencia a presencia, la vivencia inmediata y personal con Dios.
Pero aún en este caso, en el supuesto de que exista esa relación posesiva e inmediata, se consuma, una vez más, entre penumbras, estamos en la noche de la fe.
Con otras palabras: Dios se descubre al alma, si. Pero lo hace como cuando el sol se derrama a través de una espesa arboleda del bosque. Es el sol, pero no es el sol. Es un sol tamizado; partecitas de sol derramadas a través de la espesura.
Pero el alma nunca se sacia, siempre queda insatisfecha y continúa anhelando ardientemente la posesión plena de él mismo. La expresión bíblica Rostro sugiere la presencia viva de Dios; se refiere a Dios mismo en cuanto percibido sensiblemente en la fe, en la oración.
Esa presencia se engrosa, mejor dicho, se condensa cuando la fe y el amor, en la oración, logran que las relaciones del alma con Dios sean más íntimas y profundas.
Tenemos que tener presente que esa presencia siempre es <>, pero aun permaneciendo oscura se hace más viva o más densa. Me explico: cuando el amor y la fe se intensifican, entonces los perfiles del rostro se perciben no más claros, sino más vivos, aumentando la densidad de su presencia.
Podría estar yo con un amigo en la intemperie de la noche, bajo las estrellas. No nos vemos. Permanecemos en completo silencio. No nos tocamos. Pero yo “sé” que mi amigo está aquí, ahora, conmigo: puedo percibir vivamente (no sensiblemente) su presencia.
En la fe pura y en la naturaleza desnuda, en el silencio y soledad del corazón, la presencia refulge con luz absoluta.
Tomado del libro. “Itinerario hacia Dios” capitulo III subtitulo “No más mensajeros” de padre Ignacio Larrañaga