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Miles de personas en el mundo han recuperado la alegría y el encanto de la vida.

Talleres de Oración y Vida

Padre Ignacio Larrañaga

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UN ENCUENTRO MEMORABLE

Atardecía. Los contrafuertes del desierto comenzaron a proyectar sombras alargadas sobre el valle del Jordán. Mientras la concurrencia se dispersaba, el Pobre de Nazaret se mantuvo inmóvil largo tiempo, de pie, envuelto en un cúmulo de impresiones contrarias.

Sumido en esas agitadas corrientes interiores, abandonó el lugar, y sin pensar ni preocuparse por un cobijo en donde pasar la noche, se encaminó hacia el interior del desierto con paso lento, la cabeza inclinada y la mirada fija en el suelo.  Luego de avanzar algunas leguas, se detuvo y se sentó sobre una piedra, al borde del sendero. La noche bajaba de las montañas, borrando los perfiles de las cosas.

De pronto, Jesús divisó a lo lejos una figura solitaria que venía en su misma dirección. Cuando el caminante se aproximó, el Pobre pudo darse cuenta de que se trataba de Juan, el Bautizador. Se saludaron. Juan preguntó al Pobre por su identidad, y sentándose a su lado, a la luz de las estrellas, tuvieron un encuentro memorable.

—Me pesa demasiado esta hacha de guerra —comenzó diciendo lentamente, y como desahogándose, el Bautizador—Más que el sediento el agua, más que el centinela la aurora, mi alma aguarda al Enviado para depositar en sus manos esta pesada hacha.

Hubo un largo silencio, el Pobre de Nazaret fluctuaba entre la extrañeza y la compasión ante aquel inesperado desahogo humano del profeta. Hubiera querido ser concha de silencio para acoger cada palabra del Bautizador.

Levanta los ojos, profeta de Dios, y cuenta si puedes esas miríadas de estrellas. Todas parecen frías y silenciosas, pero, desde siempre y para siempre, ellas cantan un himno inmortal al poder y al amor del Altísimo. El poder, sólo el poder, es muerte, el amor es vida. Pero si enlazamos en un mismo acorde el poder y el amor no habrá raíces podridas que no sanen, ni huesos calcinados que no se revistan de primavera, ni barrancas que no se pueblen de cipreses, ni muerte que no se torne en fiesta. Siempre hablamos del Todopoderoso, ¿cuándo comenzaremos a hablar del Todoamoroso?

Hubo un largo silencio. Algo misterioso se estremeció en las profundidades de Juan. Una estrella errante, como un rayo, abrió una cicatriz de luz en el oscuro firmamento.

—Nos han dicho nuestros profetas —dijo Juan como hablando consigo mismo— que en el Sinaí el Eterno manejó con destreza el rayo de la ira, y que cabalgó sobre nubes cargadas de fuego.

—Nuestro Padre cabalga siempre sobre la nube blanca de la Misericordia —respondió dulcemente el Pobre.

—Nuestros profetas —replicó Juan— afirman que el pueblo es un rebaño de dura cerviz, que sólo entiende el lenguaje del látigo; y que el temor es una llama que asciende devoradora y amenazante, a cuyo resplandor el pueblo de Dios, temblando, regresa al camino real. De otra manera, confunden amor con debilidad, y se extralimitan.

—Una noche, no hace mucho —insistió el Pobre—, tuve un sueño. Se me dijo que no se me enviaba a capitanear escuadrones de muerte; y se me hicieron estas preguntas: ¿Qué se cosecha sembrando sal?, ¿qué sentido tiene vencer?, ¿para qué sirve una victoria militar? Yo no supe responder. Ante mi silencio, se me dijo: Hijo del Hombre, toma nota y escribe: eres enviado para inclinarte hasta el suelo y recoger amorosamente el gusano que se arrastra por la tierra, para que nadie lo pise; para sepultar en alta mar las mortajas humanas; para seducir a los pecadores sentándote a su mesa; para inclinarte sobre los rescoldos cubiertos de ceniza, y soplar amorosamente sobre ellos hasta que surja la llama viva; para sanar a las avecillas heridas; para insuflar aliento en los huesos carcomidos, hasta transformarlos en criaturas vivas; para plantar rosales en los desiertos y hacer estallar la primavera en los cementerios; para poner en pie a las cañas abatidas por el temporal y, con toques mágicos, transformar las cañas quebradas por los pies de los transeúntes en flautas sonoras. Y la voz acabó gritando fuertemente: ¡Misericordia quiero! Al oír este grito, desperté.

El Bautizador quedó profundamente conmovido, sin ánimo para continuar la conversación, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre ambas manos. El Pobre callaba también. La noche era tan profunda que no se divisaban el uno al otro a pesar de hallarse tan próximos. Y al callar los dos, tuvieron la extraña sensación de que la tierra hubiera desaparecido.

Tomado del libro “El pobre de Nazaret” capítulo 2 de padre Ignacio Larrañaga.