“Celebramos el 800 aniversario del primer Nacimiento instalado en 1223 en la localidad italiana de Greccio por San Francisco”
DIOS VENDRÁ ESTA NOCHE
Llegó el gran día. El 24 de diciembre todos los hermanos de los eremitorios circunvecinos se hallaban ya en la gruta de Greccio. La alegría que reinaba entre ellos era inexplicable. Francisco no parecía ciudadano de este mundo.
A media tarde se reunieron todos en la cabaña. Francisco se dispuso a hablarles a fin de prepararlos para vivir plenamente el misterio de Nochebuena. Se sentaron todos en el suelo. El Hermano se arrodilló delante de ellos apoyándose sobre los talones. Comenzó a hablarles con cierto aire de misterio:
—Dios llega esta noche, hermanos. Dios llegará a medianoche y colmará todas las expectativas. Dios vendrá sentado sobre un humilde burrito, dentro del seno de una Madre Pura. Dios vendrá esta noche y traerá regalos. Traerá una cajita de oro repleta de Humildad y Misericordia. La ternura vendrá colgando de su brazo. Dios vendrá esta noche.
Todo esto lo dijo Francisco con los ojos cerrados. Los hermanos permanecían inmóviles con los ojos sumamente abiertos. Francisco continuó:
—Dios vendrá esta noche y mañana amanecerá el Gran Día. Dios vendrá esta noche y la casa se llenará de perfume de violetas y amapolas. Dios vendrá esta noche, y herirá con un rayo de luz las oscuridades ocultas y mostrará su Rostro a todas las gentes. Saldrá el Señor desde el Oriente y, avanzando sobre las aguas liberadoras, llegará hasta nosotros esta misma noche, y no habrá más cadenas. Dios vendrá esta noche, arrancará las raíces del egoísmo y las sepultará en las profundidades del mar. Dios vendrá esta noche, y nos señalará sus caminos y avanzaremos sobre sus sendas. El Señor está a punto de llegar con resplandor y poder. Vendrá con la bandera de la Paz y nos infundirá Vida Eterna. ¡Ya llega!
Había caído la noche. A las pocas horas, los hermanos contemplaban desde la gruta un espectáculo nunca visto. La montaña estaba en llamas. Los vecinos de Greccio, hombres, mujeres y niños, abandonaron sus casas con las puertas bien cerradas y, empuñando antorchas de todo género y tamaño, descendían la montaña entre cánticos de alegría.
El pueblo llameante descendió hasta la hondonada, y desde allí comenzó a subir lentamente por los recodos de un sendero hasta llegar a la gruta. El roquedal iluminado por las antorchas producía una impresión imposible de describir.
Habían preparado a la entrada de la gruta un enorme pesebre con heno y paja. A un lado, permanecía en pie un manso burrito sin dejar de comer en todo tiempo. Al otro lado, un buey no menos manso. Junto al pesebre, de pie, deshecho de consolación y felicidad, el Pobre de Asís esperaba el comienzo de la liturgia.
Francisco se revistió de dalmática para oficiar de diácono. Comenzó la misa. Llegado el momento, anunció con voz sonora la «buena noticia» del Nacimiento del Señor. Cerró el misal. Salió del altar. Se aproximó al pueblo, situándose entre el pesebre y los fieles.
Comenzó a hablar. Parecía que iba a estallar en llanto. Repetía muchas veces: ¡Amor! ¡Amor! ¡Amor! No enhebraba correctamente las frases gramaticales. Más tarde comenzó a pronunciar repetidamente estas palabras sueltas: Infancia, Pobreza, Paz, Salvación, y, al final, agregaba siempre como un estribillo, ¡Amor! ¡Amor! ¡Amor! Una y otra vez parecía encontrarse al borde del llanto.
Fue una noche inolvidable. Todos los habitantes de Greccio tuvieron la impresión de que su gruta se había transformado en un nuevo Belén.
Tomado del libro “El hermano de Asís” capitulo 6 “La última canción” de padre Ignacio Larrañaga.