Con la supresión del «yo» hemos conseguido la tranquilidad de la mente. Pero no basta. Necesitamos derivar las energías liberadas y cristalizarlas en el amor y la unidad. El Sermón de la Montaña, en sus primeros tramos, despliega el programa del despojarse; y posteriormente, en sus instancias decisivas, nos entrega el proyecto del darse.
La única muralla de separación entre el otro y yo es el «yo». Al afirmarse en sí mismo y por sí mismo, el » yo » se siente distinto y, de alguna manera, opuesto a lo que no es él. De esta oposición nace una suerte de tensión o dialéctica, acompañada de un cierto sentimiento de inquietud. En definitiva, se produce algo parecido a un conflicto dualista, cosa que desaparece en cuanto es derribada esa muralla.
En cuanto el hombre se siente ligado y abrazado a sí mismo, diferente y opuesto a los demás, le nace automáticamente la inseguridad, por el hecho de encontrarse solitario; y, a la inversa, al desligarse de sí mismo y dejarse arrastrar por la corriente universal, se siente inmerso en la unidad con todos los seres, encontrando seguridad y armonía.
Ya no existen el sujeto y el objeto como polos opuestos; desaparece también la dicotomía yo-tú, yo-mundo. Y, en este momento, al perder los seres vivos (sobre todo el hombre) sus perfiles diferenciantes, el hombre se siente emparentado con todos los seres en su realidad última y acaba por instalarse en una común-unidad con todos en la más entrañable fraternidad. Es la experiencia de la unidad universal. Que sean uno.
Es más que amor. En el amor, una persona ama a otra persona. Pero en esta experiencia los dos sujetos acaban por sentirse uno parte del otro, como en una empatia cósmica, hasta llegar a sentir las cosas del otro como si fueran propias. Es obvio que en este contexto no caben rivalidades ni envidias.
Del libro “Del sufrimiento a La Paz” de padre Ignacio Larrañaga.