Se levanta la mañana. Todo en torno es color, vida y gloria. A poca sensibilidad que se tenga, el creyente no podrá menos de sentir que la rueda de los horizontes abiertos es un santuario vivo donde resplandece la vivificante actividad del Señor.
Un grupo humano, una comunidad, una familia pueden ser, y de hecho lo son, verdaderos santuarios donde Dios habita con mucho agrado: su presencia es allí como el resplandor rojizo de un fogón, caldea e ilumina. Ahí, en ese cálido recinto, todos los dones son como chispas desprendidas del fuego divino: el encanto de una persona no es sino un destello del encanto de Dios; la servicialidad de otra no es sino un reflejo de la servicialidad del Señor. Y así, las personas y los grupos son santuarios, pequeñas teofanías que reverberan la fuerza y el calor de Dios.
Todo esto, sin embargo, se nos puede esfumar como pompas de jabón, envuelto en equívocos. Aquello de que el mundo es un sacramento de Dios, y otras expresiones similares, se nos podrían reducir, si no estamos muy atentos, a una bella literatura o, a lo sumo, a unas hermosas teorías.
Supongamos que un corazón está muerto para Dios. Esa persona hará la travesía del mundo y transitará entre las criaturas como ciego, sordo y mudo. Para él, Dios no resplandecerá en ningún horizonte, en ninguna planicie, no hablará ni brillará en ningún lugar. Si Cristo está vivo y vibrante en mi corazón, yo proyectaré la imagen viva del Señor sobre el más desagradable de los integrantes de mi comunidad, y él se tornará agradable para mí porque lo he revestido de la figura del Señor. Pero si Cristo está ausente de mi corazón, ese hermano de mi comunidad sólo será para mí una persona antipática e insoportable, y nada más.
No es que las criaturas estén mágicamente revestidas de una luz divina. Somos nosotros los que las revestimos con esa luz. Cuando el corazón es luz, todo es luminoso en torno. Una vez más, llegamos a la conclusión de que el verdadero santuario es siempre, y únicamente, el corazón del hombre.
Cuánta razón tenía el Maestro —y nunca se insistirá lo suficiente en este sentido— cuando, hablando a la samaritana, le decía que el verdadero templo de la adoración no está ni en el monte Garizim, ni en el monte Sión, sino en otro «lugar», que no es un lugar, que está dentro, el «templo» hecho de espíritu y verdad.
No es exacto decir que las criaturas «despertaban a Dios» en Francisco de Asís, que ellas le hablaban de Dios. Toda esa literatura, el hermano sol, las hermanas estrellas, etc., podría convertirse en un ambiguo juego de palabras, sin realismo ni concretez.
Lo cierto es que Francisco de Asís, antes de ser el santo de las criaturas, fue el hombre de las cavernas. Para convencerse de esto, basta asomarse a los biógrafos primitivos; aun hoy día, los lugares verdaderamente sagrados del franciscanismo están en las altas montañas.
Cuando Francisco quería estar verdadera y vivamente con el Señor, abandonaba a sus hermanas criaturas y se sumergía en las oscuras grutas, donde apenas penetraba un rayo de luz; allí permanecía horas y días, semanas y meses enteros. Y de allí emergía con el corazón rebosante de Dios; y entonces, si, todas las criaturas le hablaban de él.
Pero, en realidad, no era ni siquiera así. Era Francisco el que difundía por todas partes a aquel Dios vivo que traía en su corazón; era él quien revestía de Dios a las criaturas. Sus ojos estaban poblados de Dios, y obviamente, todo cuanto miraban aquellos ojos aparecía revestido de Dios. Todo le hablaba de Dios, porque su corazón estaba habitado y su pensamiento ocupado por Dios.
Tomado del libro “Salmos para la vida” Capítulo III “En Espíritu y Verdad” subtítulo
“El verdadero santuario” de padre Ignacio Larrañaga