El Hermano estaba lanzado. Meditando sobre la pobreza y humildad del Crucificado, había descubierto, por vía de contraste, los motivos últimos de la conducta humana. Pero a nadie había comunicado sus conclusiones, y al hacerlo ahora, se sentía aliviado como si se liberara de un peso. —Somos capaces de elaborar —continuó diciendo— un tratado de teología para fundamentar la República Cristiana para poder decir al final: Se trata de superiores intereses divinos. Cuando los ejércitos pontificios consiguen un triunfo, decimos en seguida: Es la victoria de Dios. Nuestra boca está llena de palabras sonoras: eficacia, productividad, organización, intereses de la Iglesia, resultados. Estos son nuestros juicios de valor y criterios de acción. Y al vaivén de estos valores, suben y bajan nuestras satisfacciones. Es una horrenda y extraña hibridación —dijo el Hermano en voz muy baja, de manera que Egidio no escuchó. Todos queremos triunfar, brillar, y lo hacemos en una mezcla sacralizada pero profana de nuestros deseos con los intereses de Dios. Cuando pienso estas cosas, me dan ganas de llorar.
—Hijo mío, nos olvidamos de la cruz. Cuánto cuesta despojarse. Qué difícil hacerse pobre. Nadie quiere ser pequeñito. Creemos que podemos y debemos hacer algo: redimir, organizar, transformar, salvar. Sólo Dios salva, mi querido Egidio. A la hora de la verdad, nuestras organizaciones de salvación, nuestras estrategias apostólicas van rodando por la pendiente de la frustración. De esto tenemos recientes lecciones pero nunca escarmentamos. Créeme, hijo mío, es infinitamente más fácil montar una poderosa maquinaria de conquista apostólica que hacerse pequeñito y humilde. Nos parecemos a los apóstoles cuando, en la ascensión a Jerusalén, les habló el Señor del Calvario y la Cruz. «Ellos no entendieron nada», no quisieron saber nada y volvieron a otra parte la cara. Nuestros movimientos primarios, hijo mío, sienten una viva repugnancia por la Cruz.
—Por eso —concluyó el Hermano—, instintivamente cerramos los ojos a la Cruz y justificamos con mil racionalizaciones nuestras ansias de conquista y victoria. Hacerse pequeñitos, he ahí la salvación. Comencemos por reconocer que sólo Dios salva, sólo Él es omnipotente y no necesita de nadie. De necesitar algo, sería de siervos insignificantes, pobres y humildes, que imiten a su Hijo sumiso y obediente, capaces de amar y perdonar. Sólo eso, de nuestra parte. Lo demás lo hará Dios. Poco a poco fueron apagándose las palabras del Hermano. Los dos estaban sumamente conmovidos, y quedaron largo rato en silencio. Egidio no sentía necesidad de pedir ninguna aclaración. Todo estaba claro.
Pasaron gran parte de la noche mirando a las estrellas, en silencio, y pensando en su Cristo pobre y crucificado. Se sentían intensamente felices.
Tomado del libro “El Hermano de Asís” de Padre Ignacio Larrañaga, OFM