Si miramos a vista de pájaro la marcha de la vida con Dios desde la oración vocal hasta las comunicaciones más profundas, tendremos el siguiente panorama general.
En las primeras etapas, Dios deja la iniciativa al alma, con el funcionamiento normal de los mecanismos psicológicos. La participación de Dios es escasa. Deja al hombre que se busque sus propios medios y apoyos, como si sólo él fuera el albañil de su casa. Y aunque es verdad que en estas etapas abundan las consolaciones divinas, la oración parece una edificación apoyada exclusivamente en un andamiaje humano.
En la medida en que el alma avanza hacia grados más elevados, paulatina y progresivamente Dios va tomando la iniciativa e interviene directamente, mediante apoyos especiales. El alma comienza a sentir que los medios psicológicos que tanto la ayudaban anteriormente, son ya muletas inútiles. Dios, cada vez con mayor decisión, arrebata al alma la iniciativa; la va sometiendo a la sumisión y al abandono, en la medida que va entrando en escena otro sujeto, el ESPÍRITU, el cual finalmente queda como el único arquitecto hasta transformar el alma en «hija» de Dios, imagen viva de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
«Y el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza porque no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables, y el que escudriña los corazones conoce cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede por los santos según Dios» (Rom 8,26-28).
Los primeros pasos son complicados. El alma, como niño que comienza a andar, necesita apoyos psicológicos, métodos de concentración, maneras de relajarse, puntos de reflexión.
Pero cuando Dios irrumpe en el escenario, el alma, ante la proximidad de Dios, siente el contraste entre su «faz» y la «faz» de Dios, y se siente arrastrada a sucesivas purificaciones por medio de una desapropiación general.
Lograda la pureza, la libertad y la paz, el alma no siente impedimento alguno para avanzar velozmente a velas desplegadas bajo la conducción de Dios hacia la unión transformante, mientras sobre ella se va esculpiendo llena de madurez, grandeza y servicialidad, la figura de nuestro Señor Jesucristo.
«Estas transformaciones interiores tienen un eco que repercute en la conciencia psicológica. Independientemente de los favores extraordinarios, que causan verdaderos choques en la conciencia y dejan en ella una herida saludable, crea la gracia en el alma, silenciosa y lentamente, a través de los gozos pasajeros y algunas veces desbordantes, a través de los sufrimientos violentos y hasta con ellos mismos, una región de paz: refugio al que no llegan sino excepcionalmente el ruido y las tempestades, oasis de fuentes de fuerza y gozo»
Tomado del libro “Muéstrame tu Rostro” de Padre Ignacio Larrañaga OFM