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Miles de personas en el mundo han recuperado la alegría y el encanto de la vida.

Talleres de Oración y Vida

Padre Ignacio Larrañaga

Miles de personas en el mundo han recuperado
la alegría y el encanto de la vida.

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Padre Ignacio Larrañaga

El dolor, una pedagogía

Un álamo solitario en la llanura infinita es un espectáculo. Asomó a la vida tímidamente, casi por casualidad, acunado por los vientos. Los temporales golpearon sin piedad su frágil melena; y, para no sucumbir, sus raíces se hundieron a fondo, adhiriéndose firmemente al suelo arcilloso. Y así el álamo adquirió tal consistencia que hoy no hay huracán que pueda doblegarlo. Y ahí lo ven gallardo sobre la meseta.

En un brillante despliegue de paradojas, Pablo nos transmite la dialéctica cristiana de fuerza-debilidad: es en la debilidad humana donde se injerta, prende y contrasta la fuerza de Dios. El que quiera vivir, tiene que morir. Para transformarse en una espiga dorada, el grano de trigo necesita descomponerse y ser sepultado en el seno de la tierra. La fuerza nace, pues, de la debilidad, la vida de la muerte, la consolación de la desolación, la madurez de las pruebas.

El que no ha sufrido se parece a una caña de bambú: no tiene meollo, no sabe nada. Un gran sufrimiento es como una tempestad que devasta y arrasa una amplia comarca; una vez que pasó la prueba, el paisaje luce lleno de calma y serenidad.

Una gran tribulación hace crecer al hombre en madurez y sabiduría más que cinco años de crecimiento normal. Cuántas veces se oye este comentario: «¡Cómo ha cambiado fulano!, icuánto ha madurado!; es que le ha tocado sufrir mucho».

Cuando todo navega viento en popa, cuando no hay dificultades ni espinas, el hombre se cierra y se atornilla sobre sí mismo. Sus propios éxitos son como altas murallas que lo encierran, como en una cárcel, en sí mismo. Atrapado entre sus torres, propietario de sí mismo, ofuscado por el resplandor de su imagen, ¿quién lo librará de la esclavitud? Sólo una sacudida telúrica. Y a Dios no le queda otro camino de liberación que el de enviar al hombre una gran tribulación para despertarlo, destruir sus castillos y sacarlo del Egipto de sí mismo.

Cuando la enfermedad o la tribulación se enroscan a la cintura del hombre, éste posa sus pies en el suelo, comprende que todo es un sueño, vuelan las ficciones, se destiñen los atavíos artificiales, se deshace la espuma y el hombre se encuentra desnudo sobre el suelo de la objetividad. Es el capítulo primero de la sabiduría. Sin sufrimiento no hay sabiduría.

Lo que sucede es lo siguiente: cuando la tribulación cae sorpresivamente sobre el hombre y lo envuelve como una noche, el hombre no ve nada. Es muy difícil, en ese momento, disponer de una mirada de fe, porque el hombre no ve más que la perversidad humana y las causas inmediatas. Pero cuando se toma cierta distancia, se abre la perspectiva y el hombre extiende una mirada larga, la mirada de la fe, en ese momento el hombre comienza a comprender que lo que sucedió fue una pedagogía de Dios y, en el fondo, una predilección liberadora.

Si el lector se detiene un momento y vuelve la mirada hacia atrás en su vida y reflexiona un poco, descubrirá que ciertos acontecimientos dolorosos que, en su tiempo los consideró tremendas desgracias, hoy, a la vuelta de diez años, han resultado ser hechos providenciales que le han traído bendición, desprendimiento de sí mismo y sabiduría.

Pablo engarza, con la lógica vital, los eslabones de una cadena de oro: «Nos alegramos en el sufrimiento, porque sabemos que el sufrimiento nos da la paciencia, y la paciencia nos hace salir aprobados, y al salir aprobados tenemos la esperanza, y esta esperanza nunca falla» (Rom 5,3-5).

Estamos, sin embargo, ante un proceso lento. Cuando el cristiano se encuentra de pronto con el sufrimiento, su primera reacción, casi inevitable, es la rebeldía y el interrogante: por qué. Generalmente, el interrogante y la protesta son dirigidos a Dios, sin tener en cuenta que Aquel a quien se dirige la protesta está instalado en la cúspide del dolor, en la cruz.

La respuesta al interrogante viene siempre desde lo alto de la Cruz, pero al principio el cristiano no la percibe porque la polvareda y el clamor circundantes impiden la percepción. Pero después de cierto tiempo, a veces mucho tiempo, cuando el horizonte se ha clareado y se ha tomado la suficiente distancia, el cristiano comienza a percibir claramente la respuesta.

Pero la respuesta no es una consideración abstracta y filosófica sobre el dolor, sino una orden perentoria: «Ven, toma tu cruz y sigueme» (Mc 8,34). Cuando el cristiano, en ese itinerario interior con el Cristo Doliente, cesa en su rebeldía, toma la cruz, se abandona y adora, entonces, al descubrir el sentido salvífico del dolor y el misterio de la Cruz, es visitado por la paz y la alegría. En ese momento es vencido el dolor y la muerte. Es la manera más eficaz de eliminar el sufrimiento.

Tomado del libro “Del sufrimiento a la paz” de Padre Ignacio Larrañaga,OFM