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Miles de personas en el mundo han recuperado la alegría y el encanto de la vida.

Talleres de Oración y Vida

Padre Ignacio Larrañaga

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la alegría y el encanto de la vida.

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Padre Ignacio Larrañaga

Del Siervo Jesús al Señor Jesús

La historia no ha concluido; más bien, todo comienza ahora. La muerte no tuvo su última palabra sobre el Pobre de Nazaret. Por el contrario, fue él quien, entregándose voluntariamente a la muerte, la doblegó y le arrancó su aguijón más temible. No hay afirmación tan categóricamente reiterada en el Nuevo Testamento, tanto en los Evangelios como en los documentos apostólicos, como ésta: Cristo ha resucitado de entre los muertos.

Según la catequesis primitiva, la resurrección no solo es una secuencia sino una consecuencia de la muerte de Jesús; esto es, la resurrección no solo sucede cronológicamente después de la muerte de Jesús, sino que la semilla de donde brota la resurrección es la muerte de Jesús. Según la fórmula cristológica que, unos quince años después de la muerte del Señor ya circulaba en las comunidades primitivas, y que Pablo recogió en la Carta a los filipenses (Flp 2,6-11), Cristo fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz, “por lo cual” vale decir, a partir de este hecho, arrancando de esta raíz, Dios lo exaltó…

Su “paso” a través de la muerte daría a luz y haría florecer aquel Reino que Jesús, en sus días mortales, no había conseguido instaurar.

Ahora, en cambio, en el momento menos esperado, cuando los grandes jefes dormían tranquilamente después de haber sellado y puesto guardias al sepulcro, precisamente ahora, entra el Padre en el reino de la muerte, y, contra toda esperanza, rescata al Hijo de la muerte, y lo constituye como Señor, poniendo en movimiento detrás de él a un pueblo nuevo de creyentes, una muchedumbre incontable de todas las tribus, razas y naciones, hasta el fin del mundo. El grano de trigo, muerto y sepultado bajo la tierra, ya es espiga dorada meciéndose al viento. De la muerte nace la vida, de la humillación, la exaltación. El Pobre de Nazaret es ahora el Señor Jesús.

Con otras palabras: la resurrección de Jesús no es un dogma que nació en el seno de la Iglesia, sino que la Iglesia misma nace en torno a esta fe en el Resucitado. sin esta certeza, jamás se habrían puesto en camino semejantes caravanas históricas siguiendo los pasos de Jesús.

Ya hemos visto cómo los discípulos de Jesús seguían dificultosamente a su Maestro camino de Jerusalén; y, en el momento de la prueba, “todos le abandonaron”, dejándolo morir solo. Después de tres días, abatidos por la vergüenza y la tristeza, y por el naufragio de sus ilusiones, estaban “con las puertas bien cerradas” a la espera de que pasara la tempestad y volviera la bonanza, para regresar a sus barcas y sus redes… Y ahora, de pronto, esos desilusionados discípulos aparecen como hombres nuevos confiados y valientes, que, con gran creatividad y alta inspiración se ponen al frente de un movimiento que produjo impacto instantáneo, y fue avanzando incesante hacia adelante y hacia arriba, sin que ni las persecuciones ni la incomprensión fueran capaces de detenerlos.

¿Qué había sucedido? Ellos afirmarán una y otra vez que fue el reencuentro con Jesús. No se cansarán de repetir, como iluminados, y casi obsesivamente, que Jesús, muerto y sepultado, está vivo; que lo han visto en lugares diferentes, sin una coordinación previa; y no se trataba de una relación permanente con Jesús, sino de visitas esporádicas, cuya iniciativa pertenecía a Jesús. Tenían una absoluta seguridad de que se habían encontrado con Jesús resucitado; y esto era algo incuestionable, una certeza inmediata, vivencial, de quien ha tenido una experiencia marcante, que no necesita explicaciones ni justificación alguna; que habían entrado en una relación personal con él, una relación a niveles profundos de fe, adhesión y compromiso, y que, a través de esa relación, habían recibido un entusiasmo, una vitalidad, un fuego que les hacía ver con toda claridad que Jesús había triunfado para siempre sobre el odio, la injusticia y la muerte.

Jesús, resucitado y viviente, es la razón última de la comunidad de los discípulos, la Iglesia, en su expansión transhistórica universal.

Extractado del libro “El Pobre de Nazaret” del Padre Ignacio Larrañaga, OFM