Todo encuentro es el cruce de dos rutas, de dos itinerarios, de dos interioridades.
Son, pues, los Salmos la flor y fruto de un largo romance, mantenido entre Dios y el hombre, un romance cuyos primeros balbuceos se pierden en la alborada del Pueblo de Dios.
El hombre busca a Dios, y no puede dejar de buscarlo. Dios dejó en las raíces del hombre una impronta de sí mismo, el sello de su dedo, su propia imagen, que vienen a ser como una poderosa fuerza de gravedad que lo arrastra, con una atracción irresistible, a su fuente original.
También Dios busca al hombre, porque también Dios se siente atraído por el hombre, ya que en las profundas aguas humanas Dios ve reflejada su propia figura. Es un encuentro vivo, mejor dicho, un encuentro de vida, una vida a dos.
Urge, pues, emprender el itinerario que conduce al interior de los Salmos, navegar en sus mares, sondear la riqueza de sus abismos, llenarse los ojos de luz, contagiarse de vida, y después salir a la superficie con las manos llenas de toda su riqueza y novedad.
Cada uno de los Salmos ha nacido en circunstancias históricas concretas, vividas por salmistas diferentes.
De pronto vemos que el Salmista sube al templo para llorar sus enfermedades, otras veces es acusado injustamente, aparecen también los emigrantes, los desterrados, aparecen los angustiados por la marcha del mundo y sus gobiernos…
Pero no todas son desdichas en la vida. El Salmista sube también con un ramillete de alabanzas y hurras, sea recordando las gestas gloriosas llevadas a cabo por el Señor en favor de su pueblo, por haber recibido, a nivel personal, la bendición del Señor en el área de la salud, el prestigio, la prosperidad, etc.
Los Salmos arrastran consigo la lucha general de la vida, con sus heridas y trofeos, y es en el “templo” de la presencia divina donde el combatiente sana las heridas, recibe la consolación divina y la inspiración vital para retornar sano y fuerte a la vida, para la tarea de la liberación de los pueblos de todas sus opresiones. Los Salmos nacieron de situaciones concretas; por eso encierran la pasión del mundo: historias de sangre e historias de amor…
Un Salmo, rezado por un corazón vacío, es un Salmo vacío, por muchas añadiduras y condimentos que se le agreguen. Un Salmo, resonando en un corazón henchido de Dios, queda cuajado de presencia divina, y cuanto más colmado esté el corazón de amistad divina, más se poblarán de Dios cada una de sus palabras.
Extraído del Libro “Salmos para la Vida” de P. Ignacio Larrañaga