Muéstrame tu Rostro – cap III, 1
Los enemigos del hombre. Todo lo que el hombre resiste se le transforma en “enemigo”, y también todo lo que teme, porque el temor es de alguna manera resistencia.
El hombre teme y resiste una serie de enemigos, por ejemplo: la enfermedad, el fracaso, el desprestigio… y engloba en esta resistencia a las personas que concurren y colaboran con tales “enemigos”. En consecuencia, un hombre puede comenzar a vivir universalmente sombrío, temeroso, suspicaz, agresivo…; se siente rodeado de enemigos porque todo lo que resiste se le declara enemigo. En el fondo esta situación significa que la persona está llena de adherencias y apropiaciones. Ahora bien, para entrar a fondo en Dios, el hombre tiene que ser pobre y puro.
La resistencia emocional, por su propia naturaleza, tiene por finalidad anular al “enemigo”, una vez que la emoción es concretada en hechos. Existen realidades que, resistidas estratégicamente, son neutralizadas parcial o totalmente, así, por ejemplo, la enfermedad, la ignorancia…
Sin embargo, una buena parte de las realidades que al hombre le causan disgusto y las resiste, no tienen solución; por su naturaleza son indestructibles. Es lo que, en lenguaje común, llamamos un imposible, o un hecho consumado, en el que no cabe hacer nada.
Si unos males tienen solución y otros no, delante de los ojos se nos abren dos caminos de conducta: el de la locura y el de la sabiduría.
Es locura resistir mentalmente o de otra manera las realidades que, por su propia naturaleza, son completamente inalterables. Mirando con la cabeza fría, el hombre descubre que gran parte de las cosas que le disgustan, le entristecen o le avergüenzan no tienen ninguna solución, o la solución no está en sus manos. ¿Para qué lamentarse? En este momento nadie puede hacer nada para que lo que ya sucedió no hubiera sucedido.
La sabiduría consiste en discernir lo que puedo cambiar de lo que no puedo, y en poner los reactores al máximo rendimiento para alterar lo que todavía es posible, en fe y en paz, en las manos del Señor cuando aparecen las fronteras infranqueables.
Experiencia del amor oblativo. A nadie le gusta fracasar, o que le derriben al suelo la estatua de su popularidad. A nadie le causa emoción el ser destituido del cargo, ser pasto de maledicencia o víctima de la incomprensión.
Pero éstas y otras eventualidades podemos asumirlas no con agrado emocional, sino con paz y con sentido oblativo, como quien abandona en las manos del Padre una ofrenda doliente y fragante…
Es un amor puro (oblativo) porque no existe en él compensación de satisfacción sensible. Además, es un amor puro porque se efectúa en la fe oscura: el cristiano, remontándose por encima de las apariencias visibles de la injusticia, contempla la presencia de la voluntad del Padre, permitiendo esa prueba.
Frente a tanta cosa negativa, en lugar de violencia el ser humano puede adoptar una actitud de paz, si se decide a tomar la vía oblativa. En el momento que se hace presente la situación inevitable y dolorosa, el cristiano se acuerda de su Padre, se siente gratuitamente amado por él; al instante le nace un sentimiento entre agradecido y admirado para con ese Padre de amor. La violencia interior se calma; el hijo asume con sus manos la situación dolorosa; la entrega y se entrega en la voluntad del Padre con el “yo me abandono”; y la resistencia se transforma en un obsequio de amor puro, en una ofrenda. Esta experiencia no produce emoción sino paz.
Abandono. Escondida en el dorado cofre de la fe, llevamos la varita mágica del abandono. A su toque, los fracasos dejan de ser fracasos, la muerte deja de ser muerte, las incomprensiones dejan de ser incomprensiones. Todo lo que toca se transforma en paz.
A este proceso de purificación llamamos abandono. Esta palabra, y también su concepto están cuajados de ambigüedades. En cualquier auditorio que uno pronuncie esta palabra, ella desencadena en los oyentes el rosario más variado de equívocos: para unos se está hablando de pasividad; para otros se está recomendando resignación. Es de saber que la resignación nunca fue cristiana sino estoica; por consiguiente, la actitud resignada se aproxima mucho a la fatalidad pagana. Lo genuino y específicamente evangélico es el abandono.
Se abandona una carga de energía enviada desde mi voluntad contra un hecho o persona. Sólo con eso se apaga una guerra y llega la paz. Eso sí, supone que el acto de desligar ese enlace de energía se efectuó en la fe y en el amor, y en este caso el abandono viene a constituirse en la vía más rápida de sanación liberadora.
Cuanto más se resiste un imposible, más oprime sobre la voluntad. Cuanto más oprime, más se le resiste, generándose un estado de angustia acelerada, entrando la persona, poco a poco, en un furioso círculo autodestructivo.
Si el cristiano abandona la resistencia y se abandona en las manos del Padre, aceptando con paz aquellas realidades que nadie puede alterar, mueren las angustias y nace la paz de un sereno atardecer.
Extraído del libro “Muéstrame tu Rostro” del Padre Ignacio Larrañaga, OFM