Basta abrir los ojos y observar los comportamientos de un grupo, y pronto llegaremos a la conclusión de que gran parte de las desinteligencias, entre los hermanos, derivan de la falta de diálogo.
El diálogo se parece, a veces a un instrumento mágico: opera prodigios. Es como un sacramental. Cuántas veces, en situaciones conflictivas que se arrastran desde largos años y, al parecer, no tenían solución, sólo una hora de diálogo despejó suspicacias, aclaró malentendidos, y creó un nuevo clima de confianza. Es, el diálogo, una solución casi infalible para todas las tensiones que puedan originarse en el seno de un grupo.
El diálogo no es un debate de ideas, en el que se combate con el fuego cruzado de criterios, tras los cuales se ocultan y se defienden las actitudes e intereses personales.
Diálogo no es polémica, ni controversia, ni confrontación dialéctica, de distintas concepciones o mentalidades. Se trata de buscar la verdad entre dos personas, o en un grupo.
Cada persona contempla las cosas desde la perspectiva propia. Cada uno capta y participa de las cosas y de los sucesos, de una manera original y diferente.
Por eso mismo nuestra percepción personal es necesariamente parcial, y nos enriquecemos con la percepción, también limitada, de los demás. Captamos la verdad de forma necesariamente incompleta, debido a la condición humana limitada.
Todo diálogo se desarrolla sobre diferencias. Es necesario que tú seas tú mismo, y yo sea yo mismo, cada cual con la total identidad consigo mismo. El diálogo exige, pues, en primer lugar, una gran sinceridad.
Para un diálogo constructivo, hay que comenzar por descubrir lo que tenemos en común, entre él y yo, y luego, discernir con precisión lo que hay de diferente entre los dos.
Siempre que se busca la verdad o se quiere superar un conflicto interpersonal, por medio del diálogo, la actitud primera y elemental es la humildad y también se necesita buena voluntad, que significa respetar al otro, sobre todo en reuniones grupales.
Es necesario, también, aceptar al otro, tal como es, sin prejuicios, sin apriorismos.
Sería bueno despertar reverencia, en nuestro interior, respecto al interlocutor. Cuando alguien se siente apreciado, abre fácilmente sus puertas interiores.
El diálogo es un arte donde no hay ruta ni pautas preestablecias. Sólo dialogando se aprende a dialogar, igual que el niño, que, sólo dando pasos, aprende a andar.
Extractado del libro Sube Conmigo, de P. Ignacio Larrañaga