Una cabeza vacía no sirve para nada; pero unas manos vacías son un potente símbolo.
Todos conocemos las manos de la madre que sostienen y acarician al bebé. Conocemos las manos que curan las heridas y cuidan a los enfermos; las manos del campesino que siembra en el surco de la tierra; las manos del albañil que levanta la casa piedra a piedra; las manos que escriben sobre el papel las intuiciones que palpitan en su interior.
Las manos que bendicen y perdonan; las manos extendidas del mendigo en espera de un pedazo de pan; las manos que, con lágrimas, hacen una señal de adiós. Un apretón de manos que es signo de encuentro o gratitud.
La casa que habito, los muebles que me rodean, los vestidos que me cubren, los libros que leo, la ruta por donde camino, el alimento que tomo, la tumba que me acogerá…todo es obra de unas manos. Ellas son como un inmenso sacramento de servicio y amor. Por ellas han llegado a mi vida torrentes de riquezas y bienes.
Sólo el mirarlas debería llenarme de emoción e incentivarme para que, también yo, por estas manos, pueda llenar el mundo de gestos de misericordia, de señales de perdón y acogida, de largos abrazos de fraternidad.
“En la tarde de la vida se nos examinará en el amor” (San Juan de la Cruz). Esta es nuestra vocación: darse y darse sin fatiga con ambas manos abiertas.
Extracto de la CC No. 17 de p. Ignacio Larrañaga
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