Creer es entregarse. Entregarse es caminar incesantemente tras el rostro del Señor. Creer es partir siempre. La Madre, fue caminante. Recorrió nuestras propias rutas, y en su caminar, existieron las características típicas de una peregrinación: sobresaltos, confusión, perplejidad, sorpresas, miedo, fatiga… Sobre todo, existieron interrogantes: ¿Qué es esto? ¿Será verdad? ¿Y ahora qué haremos? No veo nada, todo está oscuro; María fue descubriendo el misterio de Jesucristo, con la actitud típica de los Pobres de Dios: abandono, búsqueda humilde, disponibilidad confiante. También la Madre, fue peregrinando entre calles vacías y valles oscuros, buscando paulatinamente el Rostro y la voluntad del Padre. La vida de María fue una navegación en un mar de luces y sombras. Igual que nosotros
Según los textos evangélicos, vemos que María no entendía algunas cosas y se extrañaba de otras. Desde la oscuridad María emerge más brillante que nunca. La Madre no fue ningún fenómeno extraño, entre diosa y mujer. Fue una criatura sí – pero no por excepcional, dejaba de ser criatura – y que recorrió todos nuestros caminos humanos, con sus emergencias y encrucijadas. Con sus luces y sombras.
A nosotros, de repente, nos envuelven emergencias dolorosas y se nos enroscan como serpientes implacables. Todo parece fatalidad ciega. A veces se experimenta la fatiga de la vida. En esos casos nos corresponde actuar como María: con abandono, búsqueda humilde, disponibilidad confiante. La Madre puede presentarse, diciéndonos: Hijos míos: Yo soy el camino. Vengan detrás de mí. Hagan lo que yo hice. Recorran la misma ruta de fe que yo recorrí y pertenecerán al pueblo de las bienaventuranzas: ¡Felices aquellos que, en medio de la oscuridad de una noche, creyeron en el resplandor de la luz!”.
Extractado del libro El silencio de María de padre Ignacio Larrañaga