Los maestros espirituales tan sólo nos hablan de tres disposiciones: distracción, sequedad, aridez. Sin embargo, la observación de la vida me ha llevado a “descubrir” otra disposición, posiblemente peor que las anteriores, muy frecuente en nuestros días: la atrofia espiritual.
A los músculos le sucede lo siguiente: de no usarlos, pierden consistencia y elasticidad. No mueren pero pierden vitalidad. Ya no sirven para desarrollar energías, levantar peso, correr. Se atrofian. No es la muerte pero sí la antesala.
La inmovilidad es signo de muerte y produce muerte. Si la vida deja de ser movimiento, deja de ser vida: los tejidos se endurecen y son dominados por la rigidez. Una planta, si la dejan de regar y abonar, se pone mustia, pierde vigor y cae lentamente por la pendiente de la agonía.
A muchas personas les sucede lo mismo. Durante años no hicieron un esfuerzo ordenado, metódico, paciente y perseverante para entrar en la comunión profunda y frecuente con el Señor. Hicieron durante largo tiempo una oración esporádica y superficial. Inventaron mil racionalizaciones para justificar esta situación: que el que trabaja ya reza; que a Dios hay que buscarlo en el hombre…Con eso tranquilizaron su conciencia al menos hasta cierto nivel.
Sustituyeron la oración por la reflexión y la meditación por la charla compartida. Paulatinamente fueron perdiendo el sentido de Dios y el gusto por la oración. En su intimidad sucedió esto: aquellas energías que los místicos llaman potencias o facultades, al no ser activadas, fueron lentamente perdiendo elasticidad. Al perder su vigor eran utilizadas cada vez menos. Al no ser utilizadas, fueron entrando en la cuenta regresiva hacia la extinción.
Esas energías son el nudo de enlace entre el alma y Dios: es por ese puente por donde va y viene la corriente afectiva, vestida de intimidad, entre el alma y Dios. Al extinguirse esas energías de profundidad, quedó interrumpida la comunicación con el Señor. Así se perdió la familiaridad con él. Dios fue tornándose cada vez más lejano, vaporoso e inexistente. Y, naturalmente, en estas circunstancias a nadie le apetece rezar.
Es necesario entrar en la estancia solitaria y cerrar las puertas y ventanas para encontrarse con el Padre, dice Jesus. Al respecto, san Juan de la Cruz nos advertirá con palabras insuperables, que la condición previa para el encuentro a solas con el Padre es ésta: “La noche sosegada, la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora”.
La vida con Dios es una convergencia entre la gracia y la naturaleza. La gracia puede hacer prodigios, y los hace con frecuencia, pero normalmente la gracia se adapta a la naturaleza y cuenta con ella. La preparación de la naturaleza es tarea nuestra, es nuestra colaboración. Así como el trigo no brotará, si la tierra no está roturada y oxigenada, nosotros necesitamos preparar la naturaleza como recipiente para contener el misterio de la gracia.
Basado en el Libro «Muéstrame Tu Rostro» y “Dios Adentro” de P. Ignacio Larrañaga.