Hay hechos y situaciones en la vida que, resistiéndolos, combatiéndolos, se solucionan. Cada día y a cada paso nos encontramos con circunstancias adversas que nos molestan y nos hieren, pero que, con una estrategia acertada y un esfuerzo sostenido pueden ser neutralizados y, en ocasiones, completamente solucionados.
Así, pues, cuando se nos hacen presentes en el camino emergencias inesperadamente dolorosas, es conveniente y necesario, en primer lugar, formularse estas preguntas: « ¿Esto que tanto nos duele tiene solución? ¿Puede alterarse, cambiar o mejorar? ¿Puedo hacer algo? ».
Si se vislumbra en el horizonte alguna solución, aunque sea en pequeña proporción, no es la hora de abandonarse; sino la de luchar y combatir con todas las armas disponibles y con la colaboración de los demás para alterar lo poco o mucho que sea posible cambiar.
Mientras las posibilidades están dadas, y los horizontes abiertos, no hay que rendirse ante nada, sino poner en juego todas las energías para afrontar todos los posibles y conducirlos a la solución final.
Sin embargo, mirando la realidad con la cabeza fría, el ser humano descubre con harta frecuencia que gran parte de las cosas que le disgustan, le entristecen o le avergüenzan no tienen absolutamente ninguna solución, o la solución no está en sus manos; las llamamos situaciones límite, fronteras absolutas, hechos consumados. Las llamaremos “los imposibles”.
Es decir, a la pregunta: «Esto que nos está aconteciendo y que nos está destrozando, ¿tiene alguna solución?». Si la respuesta es: «No hay solución posible, no hay nada que hacer», entonces es inútil lamentarse; la realidad, fatalmente, es así. Son los imposibles. Todo lo que sucedió desde este minuto para atrás son hechos consumados que no serán alterados por siempre jamás. Son los imposibles.
Las personas suelen vivir con mucha frecuencia irritadas, avergonzadas, resentidas porque aquello acabó en fracaso, no hubo suerte en aquello otro, por aquel accidente desgraciado, por aquella lamentable equivocación. Hechos que no serán alterados ni un milímetro por toda la eternidad. Los imposibles.
Resistir un imposible es locura y suicidio, como darse de cabeza contra una roca; y resistir significa irritarse, indignarse, asustarse, avergonzarse, entristecerse… todo junto. En suma, la resistencia es una violenta reacción mental.
En una proporción altísima, las cosas que nos enfurecen o nos amargan no tienen solución, o si la tienen no está en nuestras manos, porque estamos cercados por todas partes de situaciones irreversibles y hechos consumados.
Así, pues, al final, ante los imposibles sólo caben dos reacciones: o usted se entrega o usted se revienta.
Cuanto más se resiste un imposible, éste más nos oprime. Cuanto más nos oprime, más se le resiste, y así entramos en un letal círculo vicioso, en una locura autodestructiva. Y por este camino se generan los estados depresivos y obsesivos.
Volvemos a reiterar: las cosas que tienen solución se solucionan combatiéndolas. Y las cosas que no tienen solución se solucionan entregándose, dejando los imposibles en las manos del Padre con silencio y paz. No es que se solucionen, porque, de entrada, estamos diciendo que no tienen solución.
Cuando decimos que las cosas que no tienen solución se solucionan, queremos decir que aquella terrible desgracia, de ahora en adelante, ya no será para mi fuente de angustia y amargura, sino de silencio y paz.
Después de todo lo dicho, ¿qué hacemos? Y aquí abrimos la gran avenida por donde vendrán la paz y la sabiduría: la oración de abandono.
Si no hay nada que hacer, si es inútil lamentarse y llorar, desde este momento doblo las rodillas del espíritu, reclino en tu seno mi cabeza, y me entrego sin condiciones entre tus manos:
Padre, en tus manos me pongo.
Haz de mi lo que quieras.
Por todo lo que hagas de mi
te doy gracias.
Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo,
con tal de que tu voluntad se haga en mi.
Pongo mi alma entre tus manos, te la doy, Dios mío,
con todo el ardor de mi corazón,
porque te amo, y es para mí
una necesidad de amor el darme,
el entregarme entre tus manos sin medida,
con infinita confianza porque tú eres mi Padre.
Amén.
Charles de Foucauld
Y la paz ya está tocando las puertas del corazón.
Extracto del libro de p. Ignacio Larrañaga Itinerario hacia Dios