El Papa Benedicto XVI nos convocó en Octubre del 2012 a celebrar como Iglesia los 50 años de la inauguración del Concilio Vaticano II ¡Y qué mejor que proponernos vivir juntos el Año de la Fe! Recuperar la pasión y fidelidad por lo mejor que tenemos en la Iglesia: Jesús.
Estar contento es algo bueno, pero la alegría es otra cosa. No depende de tener la vida material o afectiva resuelta. Todo eso ayuda para afrontar lo cotidiano. Pero no es suficiente. Ella nace en las entrañas profundas del ser. Es insobornable. Es uno de los signos más seguros de la presencia de Dios. Porque la alegría es el gozo sereno que experimentan los que se han sentido alcanzados, transformados, por Cristo. Es una fe cargada de gozo de experimentar la belleza inefable de sentirse completos. Un Infinito colma ese pozo de nostalgia que hay en el corazón del ser humano, y ese Infinito es Dios.
Un año para renovar el corazón. Para generar la mayor de las revoluciones: conservar la alegría. Nuestras espaldas están aseguradas. Cristo resucitó y por ello no hay tiempo para el desánimo, el desaliento. Dios guía la Historia, nuestra historia.
Fe en Cristo Resucitado y alegría van de la mano. Un hombre, una mujer que apuesta por Jesús es una persona alegre, segura: vive en la certeza de una oración confiada de que Jesús camina a su lado. Vive con la urgencia de no guardar la alegría para sí.
Podemos atravesar adversidades, momentos duros, situaciones aparentemente desastrosas y sin salida. Pero con Cristo vivo en las entrañas, el corazón nunca envejece. No se instala en la amargura, en el pesimismo. Un tesoro invaluable impide sentirse destruidos: No hay fracaso para aquel que se abandona en las Manos Todopoderosas y Todocariñosas de Dios.
Sólo la oración sostiene la fe y el anhelo de imitar las actitudes de Cristo. De esos encuentros a solas con Aquel que todo lo puede, nacen energías indomables. Se acepta con paz cambiar lo que es posible cambiar. Y con la convicción que Dios no participa de nuestras impaciencias, se anhela imitar el corazón pobre y humilde de Jesús en Getsemaní, y se sueltan las resistencias ante aquello que es imposible de cambiar.
Creer en Dios es entregarse. Volver incesantemente al primer amor. Comprobar que apoyados en Jesús todo es fácil; que aferrados a Él es posible desterrar de nuestras bocas palabras de ironía y de nuestras mentes pensamientos venenosos. Arriesgando a vivir como los movimientos de nuestro corazón: sístole y diástole. Recogernos y difundir.
Se nos ha invitado en este Año de la Fe a cuidar que el amor que nos empapa el alma, sea eternamente fresco y puro como la lluvia. Un amor que anuncia a tiempo y a destiempo que Dios quiere que todos sientan el calor de Su Misericordia y de Su amor. Ser custodios de la Creación de Dios. Y el primer mandamiento de la Creación es no despreciar nada. No resistir sino aceptar todo maravillado y agradecido.
La fe es un viento impetuoso que empuja a contar a todos las maravillas que Dios ha hecho en el corazón. Porque evangelizar es enseñar a otros el arte de vivir. Sin impaciencia. En el Reino de Dios siempre se cumple el grano de mostaza. Evangelizar hoy no es arrastrar a las grandes masas con nuevos métodos, sino con la humildad del granito de mostaza, dejar a Dios la iniciativa de cuándo y cuánto crecerá. Nuestra fuerza y la de la Iglesia están escondidas en esos encuentros cotidianos y profundos con el Señor. Aquel que susurra en lo más profundo: “No temas. Contigo estoy, contigo soy, contigo voy”.
(Basado en mensajes del Papa Francisco, y de Cartas Circulares y Libro “El Hermano de Asís” de Padre Ignacio Larrañaga)