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Miles de personas en el mundo han recuperado la alegría y el encanto de la vida.

Talleres de Oración y Vida

Padre Ignacio Larrañaga

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la alegría y el encanto de la vida.

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Padre Ignacio Larrañaga

La Desconocida Belleza de la Humildad

La oración cotidiana nos anima vivir a fuego dos huellas evangélicas: La humildad y la alegría.

Cuando nos abrimos día a día a dejarnos vencer por el amor de Dios en la oración, percibimos maravillados que el desvalimiento, la pequeñez, quedan neutralizados por el poder y la ternura de Dios. Palpamos una nueva alegría. Una fortaleza sin fuerza: La certeza de que Alguien nos acompaña en la vida, día y noche. Nos sentimos cohesionados por su Misericordia Invencible. Crece a borbotones nuestro anhelo de que Dios vaya conquistando territorios en nosotros. Esos que necesitan ser poblados por Él, pero que aún están enredados por egoísmos, orgullo herido, afán de sobresalir o guiar nuestra vida a nuestro modo.

Sólo la oración nos devuelve al primer amor. A reconocer agradecidos la propia pequeñez. Y a repetir asombrados con el Salmista: “Con Dios hacemos maravillas”. (Salmo 60)

Cuando se ama la propia pequeñez, el corazón se inunda de la misma certeza de San Pablo: “Este tesoro de lo que soy y lo que valgo lo llevo en vasijas de barro, para que se vea que la fuerza tan extraordinaria que me habita, procede de Dios y no de mi mismo”.

Cuando el corazón avanza en humildad, el miedo desaparece y la libertad aparece. No hay temor a la propia pobreza, porque en la soledad cotidiana junto a Dios, se experimenta que Él me mira y me mima como si fuera su hijo único. De ahí nacen energías indomables. Se pulverizan miedos, tristezas, angustias. Se anhela crecer en el amor. Porque “el amor es la fuerza más humilde, pero la más poderosa de que dispone el ser humano”, como experimentó Gandhi.

Un misterio indescriptible para nosotros: Somos sostenidos por el corazón mismo de Dios. A pesar de nuestras vacilaciones, a pesar de nuestros errores y nuestras vueltas atrás; a pesar de que nos alejemos, Dios permanece siempre a nuestro lado. Él es siempre fiel.

El corazón del humilde es un corazón reconciliado. Hace todo lo que ha de hacer en cada situación, y deja en las Manos de Dios “los imposibles”. Sabe que no hay fracaso para aquel que se abandona en ellas. Por eso permite que las cosas que no puede cambiar, sean como son.

Cuando late la insobornable decisión de no abandonar esos tiempos de intimidad con Dios, ocurre lo inaudito: Los ojos se pueblan de Dios. Así, todo lo que contemplan se reviste de la mirada de Dios, de Su paciencia. Perdonar es más fácil, dar el primer paso ya no es un “imposible”: Emerge una mirada compasiva y misericordiosa hacia esa persona “difícil”. Y, en definitiva, esa paciencia amorosa que sólo Dios regala, para cuando uno mismo es “difícil” para sí mismo o para los demás.

El corazón humilde experimenta agradecido que Dios se ocupe de él hasta en los más mínimos detalles, al igual que alimenta a los pajaritos y viste a las margaritas del campo. Ello acrecienta el deseo de dejarse empapar de la misma confianza que tenía María. Y como ella, entregar y rendir nuestra voluntad ante cada situación que nos toca vivir. Comprendiendo que eso que llamamos ego, ese “yo” de mil cabezas que emerge de zonas desconocidas provocando sufrimiento lo podemos anular, si descubrimos que es hijo de nuestro orgullo o egoísmo.

Es con Jesús que sentimos el anhelo de que Él vaya suavizando las aristas, y esculpiendo una figura nueva en nosotros. Por ello, el corazón del humilde repite sin cesar una petición: Jesús, manso y humilde de corazón ¡Haz mi corazón semejante al tuyo!